miércoles, 14 de diciembre de 2011

Arrebol


Después de un día de descanso, estoy deseando calzarme las zapatillas y salir a trotar por el campo. Eso no quiere decir que ese día vaya mejor o consiga mejores ritmos, simplemente es que el cuerpo me pide un poco de movimiento y yo procuro hacerle caso. Y eso que en este tiempo se está en casa tan calentito. Suelo recostarme en el sillón después de comer y arroparme con las faldillas de la mesa camilla, lo que me permite percibir el acogedor calorcillo del tradicional brasero. Si el día o el cuerpo están fríos, apetece además echarse por encima una manta. En esas circunstancias, cualquier cosa que signifique levantarse del sillón se pone cuesta arriba, por lo que suelo hacerme el remolón y busco excusas para seguir disfrutando de ese estado de bienestar al menos otro rato. Lo que pasa es que a poco que te descuides, la tarde se te ha ido sin saber por dónde y luego te toca correr de noche y por asfalto, por lo que hay ocasiones en las que, a pesar de todo, decido sacrificar media hora de relax para salir a trotar por algún camino sin que se me eche la noche encima.

Eso hice el día 29 de noviembre, y he de decir que la naturaleza me compensó con creces el pequeño sacrificio de abandonar antes de tiempo el beatífico estado de sopor que producen a medias la digestión, el vino y el calor del brasero. El caso es que salí por el camino de Cantaracillo con la intención de volver por el de Las Chocolateras. Cuándo enfilaba este último, el sol empezaba a ocultarse por el horizonte y el disco solar presentaba un color rojizo espléndido. Iba pensando que no es extraño que hubiese sido divinizado en tantas culturas y civilizaciones. Se me vino a la cabeza también que es tal su majestad que no permite que se le mire de frente y me dio por pensar que esa actitud de no dejarse mirar a los ojos era frecuente en los faraones y otros reyes antiguos que se movían entre lo humano y lo divino, posiblemente tratando de imitar la majestuosidad del sol. Pues bien, hay un momento en el día en el que podemos vislumbrar, aunque sea por unos instantes, tal grandeza, y es en la hora del ocaso. Trotaba ensimismado en esos pensamientos mientras contemplaba un esplendoroso atardecer. Llegando al cementerio, pude oír la campana que invita a los vivos a dejar solos a los muertos, por lo que serían unos minutos antes de las 6 de la tarde cuando dio comienzo un espectáculo que apenas duró 10 minutos, pero que se produce a diario a la vista de todos y por el que no hay que pagar más peaje que el de molestarse en salir a la calle y dirigir los ojos hacia arriba.

El horizonte estaba despejado, pero un poco por encima el cielo presentaba una buena franja de cirrocúmulos, que retroiluminados por los últimos rayos del sol, daban lugar a una visión grandiosa: las nubes se fueron tiñendo de tonalidades rojizas, violetas, magentas y anaranjadas, en una estampa por fortuna bastante corriente en los atardeceres castellanos. Llegó un momento que el fulgor era tan intenso que el horizonte peñarandino parecía el de esa escena de Lo que el viento se llevó, en la que el incendio de Atlanta enrojece el fondo de la colina en la que Rett Butler besa de forma apasionada a Scarlett O’Hara.

Me evocó también los colores vivos y fantásticos del teatro negro, tal era su intensidad. Pensé que muchas estampas de puestas de sol en paraísos lejanos que podemos ver en cualquier agencia de viajes, eran pura calderilla comparadas con la fortuna de poder gozar en directo de la visión magnífica del cielo arrebolado en los vastos horizontes de los campos de Castilla. Llegado a la curva del Pradohorno, un ciclista, al que no pude conocer, se había detenido a la orilla del camino para sacar unas fotografías, impresionado también por la sublime visión. Poco a poco, la intensidad luminosa fue haciéndose más tenue y los rojos intensos se convertían en tonos púrpura, color excelso reservado a la dignidad imperial y a los senadores en la antigua Roma, que siguen usando en la actualidad de forma exclusiva y excluyente, obispos, arzobispos y cardenales de la iglesia católica, y que se me antoja fueron los que inspiraron el color al pendón de Castilla, (los colores, no los clérigos) originariamente carmesí y que en el devenir de los tiempos se ha ido trastocando en morado debido a una confusión con el color del emblema del Conde Duque de Olivares.

Sea como fuere, ese atardecer arrebolado que pude gozar el otro día vale por muchas siestas, por muchos ratos de sillón y compensa con creces el esfuerzo que a veces tenemos que hacer para equiparnos con lo impedimenta deportiva y salir al campo a caminar, trotar, o simplemente a tener la suerte de contemplar arrebatadoras puestas de sol. Yo desde luego la del otro día la apunto en el haber de las cuentas que mantengo entre el correr y yo.

*Arrebol: Color rojo de las nubes iluminadas por los rayos del sol. (Diccionario RAE)

2 comentarios:

  1. Afortunado tú, amigo Jose, que con lo el esfuerzo que realizas estás donde estás, y haces lo que haces... Como le digo algunas veces al amigo Manjón, la vida nos ofrece una serie de privilegios bien baratos, pero que no se pagan con dinero. Este fue el caso de esta arrebatadora puesta de sol, como tú bien comentas, que la naturaleza tuvo a bien regalarte... ¡Un privilegiado!
    Y gracias por regalarnos tu prosa, ¡eres un fenómeno!
    Sé feliz, compañero.

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  2. Muchísimas gracias Lillo, por el amable comentario y por ser el primer seguidor de este blog.

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